Juan Pablo II
Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
A vosotras, mujeres del mundo
entero,
os
doy mi más cordial saludo:
A
cada una de vosotras dirijo esta carta con objeto de compartir y manifestar
gratitud, en la proximidad de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, que
tendrá lugar en Pekín el próximo mes de septiembre.
Ante
todo deseo expresar mi vivo reconocimiento a la Organización de las Naciones
Unidas, que ha promovido tan importante iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer
también su contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las
mujeres, no sólo a través de la aportación específica de la Delegación oficial
de la Santa Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al
corazón y a la mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la
visita que la Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la Conferencia,
me ha hecho precisamente con vistas a este importante encuentro, le he
entregado un Mensaje en el que se recogen algunos puntos fundamentales de la
enseñanza de la Iglesia al respecto. Es un mensaje que, más allá de la
circunstancia específica que lo ha inspirado, se abre a la perspectiva más
general de la realidad y de los problemas de las mujeres en su conjunto,
poniéndose al servicio de su causa en la Iglesia y en el mundo contemporáneo.
Por lo cual he dispuesto que se enviara a todas las Conferencias Episcopales, para
asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome
a lo expuesto en dicho documento, quiero ahora dirigirme directamente a cada
mujer, para reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la
condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema
esencial de la dignidad y de los derechos de las mujeres, considerados a la luz
de la Palabra de Dios.
Dar
gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en
el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo a las mujeres, a
cada mujer, por lo que representan en la vida de la humanidad.
Te
doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la
alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace
sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros
pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de
la vida.
Te
doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un
hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión
y de la vida.
Te
doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y
también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad,
intuición, generosidad y constancia.
Te
doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida
social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable
aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y
sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del «
misterio », a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de
humanidad.
Te
doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres,
la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor
de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una
respuesta « esponsal », que expresa maravillosamente la comunión que El quiere
establecer con su criatura.
Te
doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia
de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena
verdad de las relaciones humanas.
Pero
dar gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de
enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho
difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus
prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto
le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad
entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar
responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones
culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e
instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados
contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de
la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda
la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica,
que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de
abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la
actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su
tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto,
de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene
desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final
de este segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su
mensaje ha sido comprendido y llevado a término?
Ciertamente,
es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las
responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han
contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en
condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que
han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con
desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la
infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación
intelectual. Por desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la
historia ha quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la
historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado sus
huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en la linfa
vital que conforma el ser de las generaciones que se han sucedido hasta
nosotros. Respecto a esta grande e inmensa « tradición » femenina, la humanidad
tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más
tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia,
profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en
definitiva por la dignidad misma de su ser!
Y
qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden
aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica?
Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más que gratificado, el don de la
maternidad, al que la humanidad debe también su misma supervivencia.
Ciertamente, aún queda mucho por hacer para que el ser mujer y madre no
comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en todas partes la efectiva
igualdad de los derechos de la persona y por tanto igualdad de salario respecto
a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la
carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia, reconocimiento de
todo lo que va unido a los derechos y deberes del ciudadano en un régimen
democrático.
Mi
« gratitud » a las mujeres se convierte pues en una llamada apremiante, a fin
de que por parte de todos, y en particular por parte de los Estados y de las
instituciones internacionales, se haga lo necesario para devolver a las mujeres
el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A este propósito expreso mi
admiración hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender
la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales
derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente
iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de
transgresión, un signo de falta de femineidad, una manifestación de
exhibicionismo, y tal vez un pecado.
Mientras
confío al Señor en la oración el buen resultado de la importante reunión de
Pekín, invito a las comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión
para una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo
precisamente por el don de un bien tan grande como es el de la femineidad:
ésta, en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la
humanidad y de la misma Iglesia.
Que
María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión al servicio de
la humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de Dios.
Con
mi Bendición.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario