Dr. Ángel Lombardi
Rector de la Universidad Católica Cecilio Acosta
La fraternidad como necesidad, más allá del valor principista y utópico
del concepto de fraternidad, la palabra olvidada de la modernidad se convierte
en un imperativo categórico moral, político y económico, por la sencilla razón
de las múltiples amenazas que la humanidad padece.
Cuando
una institución educativa logra llegar al 50 aniversario de su fundación sin
haber puesto en riesgo nunca su calidad educativa y el préstamo de su servicio,
más aun, en los tiempos que vivimos, es un acontecimiento digno de celebrar. El
Colegio Alemán de Maracaibo, uno de los más prestigiosos del estado está
cumpliendo medio siglo de funcionamiento. Más que felicitarlos, cosa que hago
por medio de estas palabras, lo que, en todo caso, nos debería ocupar es
reflexionar sobre lo que este acontecimiento implica y lo que, desde luego,
compromete. Que el Colegio Alemán de Maracaibo cumpla 50 años es una invitación
a todos los sectores académicos y productivos del país a no desfallecer a pesar
de las complicaciones que vengan inmersas en la realidad y, al mismo tiempo, es
asumir un compromiso con dos conceptos con los cuales la educación venezolana
debe comprometerse de cara al futuro: integración y fraternidad.
La
fraternidad como necesidad, más allá del valor principista y utópico del
concepto de fraternidad, la palabra olvidada de la modernidad se convierte en
un imperativo categórico moral, político y económico, por la sencilla razón de
las múltiples amenazas que la humanidad padece. La agonía ambiental de la
tierra, el peligro latente y real del holocausto nuclear, la galopante
demografía y el agotamiento de modelos socio-políticos y económicos productores
de pobreza e injusticias. En consecuencia, todos los modelos de desarrollo que
la evolución y la tecno-ciencia posibilitan tienen que asumirse desde la
fraternidad que de alguna manera viene a ser la síntesis dialéctica de los
otros dos principios de la civilización actual: la libertad y la igualdad, que
conjuntamente con la fraternidad, terminan expresando y sintetizando un proceso
civilizatorio todavía por construir y cuyo logro más importante quizá sea, en
1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que suscribieron todos
los gobiernos del mundo y que de alguna manera es la doctrina que permite
identificar y definir el sistema político más adecuado a los intereses de la
humanidad, dentro de un concepto evolutivo de la idea de progreso y democracia.
Estas
amenazas o desafíos nos llevan a la necesidad de definir una nueva Paideia, que
puede sintetizarse en la cooperación solidaria, porque cooperamos o perecemos.
Es obligante trabajar por un mundo solidario y fraterno, ponerle fin a la historia
cainítica, suena utópico y quizá lo sea en el corto y mediano plazo, pero sin
lugar a dudas, es la utopía necesaria en este siglo XXI, que por los
acontecimientos de los últimos años pareciera empeñado en repetir las tragedias
que marcaron a fuego nuestro siglo XX, un siglo sin Dios, según el decir de
Martin Buber. En pleno desarrollo una crisis mundial de un orden que no termina
de definirse ni en función de los intereses geopolíticos de las grandes
potencias, ni tampoco en función de los intereses compartidos de la humanidad.
Los
seres humanos existimos en y con los “otros”, en la alteridad del
reconocimiento, reconocer y ser reconocidos. Esta exigencia de primer orden
pudiera ser canalizada a través de un proyecto educativo inclusivo, “educación
de todo para todos” y que permitiría desarrollar e integrar la humanidad en una
conciencia cósmica de habitantes de la tierra, y por consiguiente, cuidadores
de ella, así como cuidadores de nuestros hermanos, para poder responder
afirmativamente a la pregunta que Dios le hace a Caín “¿Dónde está tu hermano?
Y que pudiéramos responder de manera afirmativa: con nosotros y en
acompañamiento solidario.
El
problema de la integración y de la educación es su carácter histórico, por
aquello que decía Hegel que lo real siempre es racional y lo racional siempre
es real, es decir, que los seres humanos estamos limitados en tiempo y espacio,
o como diría Ortega y Gasset, yo y mi circunstancia, o mejor sería decir, yo,
mis circunstancias y mi consciencia. Toda realidad responde a unos límites
históricos en función de un presente que en realidad es, un entrecruzamiento de
tiempos, en donde pueden identificarse estructuras, sistemas e instituciones.
El límite siempre es la realidad y en ese sentido la realidad dominante, en términos
políticos, es el estado-nación y la sociedad nacional, y en consecuencia, tanto
la integración como la educación encuentran sus posibilidades y límites en la
estructura de un mundo formado geo-políticamente por naciones con intereses
propios y diversos. Es axiomático y universal el principio que los países no
tienen amigos sino intereses, y éstos tienden a prevalecer en las relaciones
internacionales que por definición son desiguales, porque siempre una de las
partes, la más desarrollada tiende a favorecerse en la relación. Otro tipo de
integración, ya no comercial sino ideológica, que termina creando unidades
trasnacionales artificiales, cuyo ejemplo más importante, sin lugar a dudas, es
la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). No importa la motivación
de las relaciones internacionales, lo cierto es que el factor nacional sigue
siendo el dominante, con su sentido sectario, desintegrador y poco solidario,
como una especie de autarquía espiritual, a pesar de que sabemos que ninguna
nación es viable por sí misma.
Una
situación parecida se vive en el plano educativo, la educación nacional con su
visión local y nacionalista tiende a prevalecer sobre cualquier otra
perspectiva, de allí que la educación se agota en el plano nacional, entre una formación
profesional o utilitaria y una formación de visión profundamente nacionalista,
inclusive en el campo de los valores, muchos de ellos terminan siendo expresión
de intereses y particularidades locales y nacionales, conspirando todo ello
frente a una visión de un mundo integrado e interdependiente y una humanidad
única acompañándose en la solidaridad. En nuestras escuelas se siembra el
germen del patriotismo que cada día termina siendo no solamente anacrónico sino
inconveniente para las necesidad y fines de la nueva humanidad.
Dice
Kant, que la conciencia nunca puede exceder la experiencia, y si esto es así,
la experiencia de la mayoría de los habitantes del planeta no excede más allá
de las fronteras locales y nacionales, clánicas o tribales. Lo extranjero y el
extranjero siguen teniendo una fuerte carga negativa de exclusión y de
diferencias, a pesar del cosmopolitismo de la época y la globalización en
curso. Estos son algunos de los límites históricos que nos impone la realidad y
que tenemos que tomar en cuenta para tratar de trascenderlos en una nueva
paideia y un nuevo proyecto educativo que nos permita acceder a una consciencia
y unas posibilidades que no se agoten en el presente-pasado sino en un
presente-futuro. Tenemos que asumirnos con total vocación y convicción como
“contemporáneos del futuro” y de esa manera, las diversas ideas y
planteamientos y discusiones que se vienen dando en torno al tema de la
fraternidad cobran vigencia y pertinencia.
En
el diálogo en desarrollo en torno al tema de la fraternidad hay que
replantearse totalmente los contenidos de los diversos programas del currículo
de nuestros sistemsa educativos y es fundamental al respecto, formar al nuevo
educador (educar a los educadores no solamente es un aggiornamento con respecto
a los nuevos paradigmas y tecnologías sino la necesidad de re-situarlos en un
horizonte de valores que respondan a los desafíos del siglo XXI). Al respecto
son útiles los planteamientos que se vienen haciendo en las últimas décadas,
una Ética Universal del teólogo Hans Kung o el filósofo Edgar Morín con su
Ética de la solidaridad, Ética de la comprensión y una Ética del género humano.
Siendo la diversidad antropológica y cultural una riqueza, termina siendo
limitante para una visión universal y ecuménica del género humano. Hay que
asumir la experiencia-consciencia del navegante del espacio, cuando visualiza
desde éste, la morada-tierra y no la particular nación a la cual pertenece, no
puede sentirse menos que terrícola, habitante de la tierra, lo cual nos obliga
a preservarla y a sobrevivir sobre ella en paz y acompañamiento fraterno.

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